La tienda no es muy amplia. Más bien es pequeña, diría yo. Casi a la medida de cada una de ellas. “La Carnavali”, “La Manuela Rivas”, “La Mercedes “la Ballestera”, “La Encarna”, “La Meli” ” La Antonia” “La Rosario “La Guinda”, “La Pepi” … , todas y cada una de ellas han sido tiendas de ultramarinos, que solo proporcionaron los ingresos justos para vivir justamente, … para ir tirando que se decía. Tiendas tradicionales, de las de toda la vida, donde el trato personalizado se compaginaba con la familiaridad y la vecindad, con el compromiso y la solidaridad más absoluta, en tiempos en los que la solidaridad, era imprescindible y necesaria.
Tiendas de ultramarinos, con toda la esencia de antaño, con mostrador de madera y mármol y la báscula antigua de pesas. Eran el centro de reunión de las mujeres del barrio. Su función social se extendía más allá del mero hecho de despachar alimentos básicos y de primera necesidad, cumpliendo también un fin social, donde las amas de casa reunidas de forma casi circunstancial, en su pequeño y reducido espacio dimensional daban rienda suelta a sus críticas, comentarios y cotilleos.
Cada una de ellas hubiese sin duda alguna obtenido la calificación de museo de nuestra historia social más reciente y que hubiese merecido la pena conservar y preservar por encima de todo.
Recuerdo, como siendo muy niño, más de una vez hice cola en algunas de ellas a la espera de obtener de la dependiente una jícara de chocolate sevillano “Virgen de los Reyes” que tan rico manjar representaba muy de cuando en cuando, acompañando aquellos “joyos” de pan redondo con aceite y sopa, que tan esmerada y cuidadosamente nuestras madres nos hacían comer a la hora de la merienda o esperando la entrega de los cromos que venían en las tarrinas de Tulicrem. De los garbanzos, azúcar, habichuelas, un “zepelín” de aceite e incluso vino y vinagre a granel. O del innovador papel higiénico con envoltorio de celofán amarillo “El Elefante”.
Por aquella época era muy habitual que las madres mandasen a los hijos a la tienda a “hacer los mandaos”, se decía entonces. A veces te daban el dinero justo y si por alguna razón no podía dártelo, bastaba con que le dijeras a la tendera “dice mi madre que lo apunte”. Y la dependienta que en la mayoría de los casos era la dueña y titular de la tienda, apuntaba el importe de lo que te llevaras, en la libreta donde se apuntaba el importe de la compras que casi siempre se dejaba a deber, a la espera de que el marido o padre de familia, trabajase y cobrase el fruto de su trabajo, para poder satisfacer parte de la deuda en la tienda y transcurridos unos pocos días de nuevo volver a empezar y a si una y otra vez, durante muchos años.
En todas estas tiendas, hoy ya desaparecidas, se atendía al cliente, … al vecino, … al amigo, de una forma cariñosa y tremendamente personal, conociendo siempre sus gustos y necesidades, sin urgencias, sin prisas, sin atropellos, sin empujones, con mucha discreción y máxima dignidad, personal y humana.
Los nombres de sus dueñas o dueños, coincidía plenamente con el nombre de la tienda, y algunas de ellas habían sido traspasadas de padre a hijos, tras varias generaciones dedicándose al mismo oficio.
Las dependientas, Manuela, Mercedes, Encarna, etc… eran afables, encantadoras y tan limpias como los chorros del oro, olían siempre a colonia fresca y sus manos eran expresivas y delicadas. Ellas fueron el prototipo de la mujer actual. Pioneras en el trabajo femenino, cuidaron durante décadas de sus impolutas tiendas, sus casas, sus hijos y sus hombres, desafiando valientemente a un sociedad que las relegaba al cuidado de la casa y de sus maridos como máximo exponente de su futuro personal y profesional. En ellas echaron los dientes, en ellas se casaron en ellas criaron a sus hijos y en ellas muchas de ellas llegaron incluso a perder la vida.
A esas tiendas, la gente dejó un día de ir. Curiosamente la misma gente que durante generaciones ellas mismas ayudaron facilitándoles alimentos y cubriendo sus necesidades básicas y las de todas su familia, de forma generosa y solidaría, un día les dio la espalda, las abandonaron por los grandes centros comerciales y los grandes almacenes, donde se encuentra de todo.
Lejos del consumismo actual, el consumismo de necesidad de dos o tres huevos , el libro de leche y la carterilla de azafran, quedo relegado al olvido mas absoluto e insolidario. Sus cuentas en el papel de estraza, fueron suplantadas por las modernas calculadoras , ordenadores y los códigos de barras. Condenados además a pagar los modernos impuestos, estos terminaron por hacer el resto.
Y poco a poco fueron desapareciendo, al igual que lo fueron haciendo sus dueños. Las tiendas nunca dieron para mucho más que para comprar genero e ir tirando, pero incluso así muchas de ellas resistieron el envite de la competencia y soportaron la tormenta de los nuevos tiempos, por que … con esta edad, ya donde vamos a ir.
Hoy ya todas forman parte de un pasado, no muy lejano y de unas generaciones próximas en deuda emocional con todas ellas. El reconocimiento a su labor social, a su trabajo y compromiso, no hace sino restituir una deuda, un recuerdo, que forma ya parte del pasado.