“… son quince bancos alineados por parejas, con mil historias que solo sabe el profesor, la vieja pizarra y allá arriba en la pared la foto aquella del señor condecorado, cerca de la cruz y en un rincón, aquel bidón de leche en polvo abandonado … “
Víctor y Diego
Ahora que comienzan a jubilarse nuestros viejos maestros”, vienen a mi memoria, recuerdos de mis primeros días de escuela, aquellos días lejanos en los que solo contaba con apenas cinco años, pero en los que algunos de aquellos imborrables recuerdos quedaron para siempre grabados en mi memoria para toda la vida.
El primer recuerdo, el más entrañable y cariñoso es de mi madre. La recuerdo acompañándome todos los días, a primera hora de la mañana, cogidos ambos de la mano a la puerta de la escuela, por primera vez. El camino, sus recomendaciones, sus consejos para que todo fuera bien, se hacían interminables, para un niño que no entendía el por qué había de separarse de sus padres, aunque no quisiera y sobre todo no comprendía por qué tenía todos los días que ir a un sitio donde él no quería estar.
Más de un viaje de vuelta le costó a mi madre, cuando comprobaba, que me dejaba en la puerta de la escuela, y que inmediatamente que ella se iba, yo me marchaba detrás de ella, hasta que cuando llegaba a la puerta de la casa, sorprendida, comprobaba que la había seguido hasta allí. Y de nuevo había que volver a andar el camino desandado.
Era el año 1969 yo vivía en la Calle de la Membrilla, concretamente en el número dos y apenas había cumplido los cuatro años edad, pero ya asistía a las clases de párvulos, en el Colegio “Nacional”, (como no podía ser de otra forma) “Alonso de Aguilar” que se encontraba ubicado en la calle Carrera, en una casa particular.
Recuerdo las aglomeraciones a la puerta del mismo, todos los días. Recuerdo todavía los motes de los más grandes, con los que todavía después de tantos con algunos me unen lazos de amistad. El ” fideo” grande y alto como ninguno , “el tomate” de tono de piel colorado como ninguno, “el pelao” … “el Tomás” y tantos y tantos otros a los que jamás pasado algún tiempo nunca volví a ver en el pueblo, pero de los que guardo el más grato de los recuerdos.
La facha de la casa, la entrada, el patio, las escaleras, las clases superiores, en wáter ubicado en una sala cruzando el patio; todo acude a mi mente, si cierro los ojos, como si hubiese ocurrido ayer mismo, a pesar del tiempo transcurrido.
Mi primera clase, me acuerdo perfectamente la impartió el bueno a la par de director del colegio Don Carlos Tamargo Carrasco, buen profesor y mejor persona. Con el paso de los años, esa percepción ha vivido en mí y es difícil que un niño de solo cuatro años guarde tan buen concepto de alguien a quien siempre tuvo en su concepción como un magnifico profesor y una excelente persona. Le acompañó en la docencia y en la dirección durante al menos el segundo curso de los dos años que yo permanecí en esta escuela, el montillano Don Manuel Padilla Jiménez.
En ese colegio, y a pesar de las diferencias de edad (existía entre algunos de nosotros una diferencia de edad de casi una década, a pesar de estar en el mismo curso) muchos de nosotros cometimos nuestras primeras travesuras y por ellas recibimos nuestros primeros castigos, consistentes en recibir, tantas guantadas o golpes de nudillo entre los que se insertaba una gran sortija de oro, sobre nuestro pelado cuero cabelludo. Tantos como cruces junto a tu nombre había marcado en la pizarra el pequeño responsable de la clase, cuidadoso y celador encargado de que el orden se mantuviese aún en las grandes ausencias y períodos de tiempo en los que la clase se quedaba sin maestro.
En ese colegio, recuerdo que también probé por primera vez en mi vida un batido. Los primeros batidos de chocolate “Puleva”, en cajas o cestas metálicas, con botellas de cristal blanco transparente, los batidos eran incluidos por primer vez en los circuitos escolares, para que los alumnos se habituasen a probarlos y tomarlos frecuentemente para reparar nuestras carencias nutritivas. Batidos de chocolate y de fresa de libro, que nos hacían tomar por la fuerza y más de uno desestimamos de forma sistemática, precisamente por ser por la fuerza por lo que habíamos de tomarlos y que cuando esto sucedía así, nuestra visita al wáter de final del patio se convertía ese día en algo tan frecuente como tirar al gran agujero existente en el mismo el contenido de la botella que nos daban a beber.
Los techos de vigas de madera, los suelos pintados de color rojizo, las bancas alineadas en tres hileras, frente a la tarima sobre la que se alzaba la mesa y la silla del maestro, tras las cuales se encontraba una pared, con una enorme pizarra verde, las tizas y el borrador. A la derecha de la misma la foto de Franco el “caudillo” y a la izquierda la de José Antonio “el ausente” y entre ambas la cruz, la gran cruz de la iglesia católica, que nos impartía e imponía casi diariamente el aprendizaje del catecismo católico y la formación del “espíritu nacional”.
Eran tiempos en los que la figura del maestro esta investida de una aureola de poder que alguien envidiará quizás en retrospectiva. Y que nadie … nadie, incluidos los padres se atrevían a discutir.
Los libros al igual que la ropa se heredaban del hermano mayor y eran años en los que los libros hablaban de la escuela de Franco, de su guerra y de su posguerra, de justicia y de su nuevo estado, todo ello aprendido y guardado junto a un solo libro, un lápiz y un cuaderno en una cartera de material con hebillas metálicas, conservada con esmero y mimo después de tantos años y donde hemos conservado el recuerdo de la primer escuela y la nostalgia de los años transcurridos.