El patín de madera.

… tres viejas tablas clavadas con puntillas, dos cuartas de palo de escoba redondo, un trozo de cuerda y tres o cuatro cojinetes recogidos en el taller más cercano, conformaban mi veloz patín de madera, en el que a veces pudimos subirnos hasta tres, el primero conducía, con los pies, el segundo permanecía detrás sentado, y el tercero empujaba para coger carrerilla y subía de píe, atrás, mientras bajábamos rápidamente las cuestas abajo, por las ruidosas aceras grises de pequeños cuadrados tan grandes como las jícaras de chocolate, por las que los pequeños cojinetes se deslizaban realizando un ruido parecido al traqueteo de las ruedas de un tren.”  

Muchas veces hemos soñado volver de nuevo a la infancia, subidos en el viejo patín de madera. Solo hay una forma de volver… lanzándolo a toda velocidad por las calles del recuerdo y la de la nostalgia. 

Ese patín que junto al aro, conformo nuestro pequeño y particular “parque móvil”, guardado bajo la cama o en el interior del armario y supliendo por aquellos años a la bici, o el scooter que hoy pueden disfrutar nuestros hijos desde muy temprana edad.

Recuerdo que mi viejo patín de madera, apenas tenía ningún extra, a no ser la mano de pintura verde con la que pinte sus tablas. Pero aun así, sin extras, mi patín levantaba pasiones y envidias allí donde iba, pues no todo el mundo tenía un patín de madera.  

Su fabricación era artesanal y manual. Tres viejas tablas clavadas con puntillas, dos cuartas de palo de escoba redondo, un trozo de cuerda y tres o cuatro cojinetes recogidos en el taller más cercano, conformaban mi veloz patín de madera, con el que pude emular a los pilotos más destacados de formula una en las pendientes de la calle Carrera, la calle Ancha o en los pisos de la Bética, con dirección al antiguo colegio.  

En él y dependiendo mucho de la ocasión a veces pudimos subirnos hasta tres, el primero conducía, con los pies, el segundo permanecía detrás sentado, y el tercero empujaba para coger carrerilla y subía de píe, atrás, mientras bajábamos rápidamente las cuestas abajo, por las ruidosas aceras grises de pequeños cuadrados tan grandes como las jícaras de chocolate, por las que los pequeños cojinetes se deslizaban realizando un ruido parecido al traqueteo de las ruedas de un tren. 

Muchas veces, demasiadas, tocaba correr la cuesta arriba a toda leche, cargado con el patín sobre los hombros y haciendo un esfuerzo sobrehumano para que no pudiera alcanzarnos el malhumorado municipal de turno, en su intento por darnos alcance y quitarnos el patinete.                                                        

 Sobre él, por primera vez pudimos experimentar la sensación de libertad que daba la velocidad y desarrollar una extrema habilidad para esquivar personas, que andaban por las calles y a las cuales maldita era la gracia que les hacía verse casi arrollados por las travesuras de la chiquillería. 

En cualquier caso, la sensación de felicidad superaba con creces el riesgo del posible castigo o el de la caída más aparatosa cuando se producía. Deslizarse sobre él, competir y compartir la aventura de su conducción con los compañeros, no tenía precio. Volver a revivir la sensación de su recuerdo, muchos años más tarde tampoco lo tiene.

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