“… cuando el ir y venir del péndulo del reloj de pared, acerque sus metálicas manillas al último minuto de las doce de la noche, otro año más habrá pasado- Otro año dejara de existir y con él se llevara todo su tiempo, que vuela y se escapa muy a pesar nuestro.”
Más de la mitad de mi vida ha estado marcada por el ir y venir de un péndulo. Por el tic … tac… de un hermoso reloj de pared al que mi padre daba cuerda con extremada precisión todas las semanas con un ritual metódico y repetitivo que yo observaba y aprendía. (Creo que en esos instantes nació mi afición a coleccionar y restaurar relojes de cualquier tipo y forma, que aún hoy mantengo). El reloj de pared que marcó la huida de las horas, los días, los meses y los años de una buena parte de mi existencia.
En el salón de la casa, rodeado de verdes macetas con grandes hojas verdes, frente al gran ventanal enrejado y a la mesa ovalada y sus sillas, sobre los tresillos de pana, al lado del teléfono, en la pared blanca, el reloj de pared, marcaba el paso de las lentas horas de entonces, muy rápidas hoy.
Su noble madera y su color caoba brillante le hacían parecer dibujado sobre la impoluta pared encalada. Era para nosotros casi como uno más de la familia. El viejo reloj de pared.
Mi padre desenganchaba el pequeño gancho que aseguraba la tapa con su cristal biselado y le daba cuerda con una llave en forma de te, que siempre guardaba en el interior del reloj. Dos orificios custodiaban vigilantes el paso de los minutos. Uno de ellos el de la derecha daba vida a la cuerda del reloj y movía sus manecillas, que marcaban con enorme precisión el paso del tiempo y el imparable tic … tac … y el otro, el de la izquierda era el mecanismo del sonido que daba la cuerda de las campanadas.
Tic … tac…, tic … tac …, gom… gom …, las doce, la una y las dos. La llave, giraba siempre a derechas y el pequeño martillo golpeaba incesante la espiral metálica que reproducía el sonido de una enorme campana en su interior amplificando en sus paredes su penetrante sonido que inundaba cada una de las estancias de la casa.
Durante muchos años, con la última agonía del mes de diciembre y con el éxtasis de sus sonoras campanadas nos tomamos las uvas. Con ellas y con el viejo año se alejaban entonces, sin saberlo, los ritmos de nuestros corazones y el tesoro de nuestras vidas, que al ritmo de las sacudidas de ese reloj huían para no volver.
“Tempus fugit” . El tiempo huye y se escapa. Solo una referencia más del paso irremisible del tiempo que todo lo acaba y todo lo cambia. Mientras tanto yo escribo esto o tú lo leéis , el tiempo vuela a pesar de tenerlo atrapado en una pequeña caja de madera y su tic, tac, … tic, tac … nos invita urgentemente a aprovecharlo a no perderlo ni por un minuto más. Nos invita a vivir… a vivir la vida.
El reloj jamás se detuvo, jamás se paró, gracias al esfuerzo denodado y al mimo y cuidados que le dispensó mi padre. Continúo funcionando durante muchísimos años.
Hoy no sé qué fue de él , hace muchos años que le perdí la pista. El niño que observaba cómo funcionaba su complicado mecanismo, ya es un hombre y en su casa, también él tiene un reloj de pared de péndulo. Es casi una réplica exacta de ese otro reloj.
Ahora es él el que con dedicación y mimo persigue que el reloj no se pare. El siempre creyó que con las cosas con que se vive, se transmite la vida y el recuerdo y como antaño hizo su padre, el ahora da cuerda a su reloj.
En su interior, atrapa las horas, el tiempo que le ha tocado vivir. Su tiempo… Pero hoy muy a su pesar … cuando el ir y venir del péndulo del reloj de pared, acerque sus metálicas manillas al último minuto de las doce de la noche, otro año más habrá pasado.
Otro año dejara de existir y con él se llevara todo nuestro tiempo …que vuela y se escapa.