La barbería

José, que así se llamaba nuestro primer barbero cuando éramos niños era un hombre alto, sereno, hablador, muy bromista.

«Maestro» le decíamos, y en verdad lo era.

Aficionado al fútbol. Su equipo era el Barcelona. Compaginaba por las tardes el trabajo en la barbería con un puesto por las mañanas en la plaza de abastos.

Nos esperaba a la vuelta, cuando mi padre lo visitaba también para pelarse. Era llegar a casa y enviarnos al barbero para que nos pelase a lo «Marcelino», decía él.

Entre maquinillas, cuencos, brochas, botes de colonia, masajes de afeitar, tarros de talco y un mostrador lleno de tijeras, de distintas formas y tamaños, José nos esperaba enfundado en un enorme guardapolvos blanco en su pequeño local identificado con un pequeño rótulo en un cristal en el que se podía leer «barbería».

Un enorme espejo me devolvía la imagen sentado sobre un alto taburete de madera que él utilizaba para alcanzar a pelar a la chiquillería.

El sillón blanco nacado para los más mayores, … una percha, una radio y tres sillas eran todo el ajuar que componía el humilde y pequeño negocio. No era necesario más.

Con un babi nos cubría desde el apretado cuello a las rodillas. Para la calor del verano un enorme ventilador de anchas aspas sobre el mostrador y en invierno humedad y frío. Había que pelarse rápido.

Tijeras y más tijeras … maquinillas de pelar y tricotar, viejas navajas de afeitar cerca del gran sillón esmaltado que subía y bajaba a golpe de pie y giraba con la misma facilidad que una noria.

Entre brochas redondas el cuenco del agua y jabóncillos de afeitar.
Entre la conversación, no dejaban de sonar el tricotar de las tijeras entre los hábiles dedos de José.

Con una mano blandia la herramienta mientras con la otra posicionaba tú cabeza, atrás, adelante, arriba o abajo. No te muevas…

Entre los chistes de los clientes que esperaban turno, el inconfundible olor de sus manos. Limpias y perfumadas emitían un olor tan característico y personal que aún hoy cierro los ojos y ese olor viene a mí de nuevo.

En el suelo se acumulaban miles y miles de pelos que rápidamente barría. Cabellos seccionados, atrapados entre los peines y las tijeras que en las manos de José bailaban y bailaban sin dejar de moverse. Sonaban con una artística melodía…

Colgado en la pared el enorme almanaque del año con la imagen de una bella mujer, ligera de ropa que era visible en todos los ángulos de la pequeña estancia, proyectada por el gran espejo de la vitrina de madera con su tapa de mármol blanco y cuadro cajones donde se encontraban las cuchillas, la brillantina y una pequeña cajita con billetes y pesetas donde José ingresaba la recaudación del día.

Nos dejaba atusados, rasurada la cabeza…como un melón. Solo el flequillo llegaba un dedo por encima de las cejas.A lo » Marcelino». Si el de la película de «Marcelino, pan y vino «. Hay alguna fotografía por ahí donde son enormemente visibles todos estos detalles.

No pagábamos. Eso era cosa de padre ya se había ocupado con anterioridad.
Siempre fue un buen amigo de mi padre y quiero crecer que mío también. Nunca dejamos de tratarnos. Ya de mayor si se terciaba cuando nos veíamos hablábamos un buen rato. De todo.

José nos pelo mientras fuimos niños. Dueños ya de nuestras melenas «Marcelino» desapareció un buen día y nuestro nuevo pelado comenzó a ser cada vez más distinto, más juvenil y acorde a las modas de los tiempos que nos tocó vivir.

Pero cada vez que paso todavía por la puerta de la peluquería de José, cerrada desde muchos años, no puedo dejar de recordar que dentro de ese espejo que capturaba y me devolvía la imagen, me vi.

Vi pasar los años sentado muchas veces delante de él. Me vi cambiar a mí y a todo lo demás.
Captó para siempre una imagen dentro de él y hoy no se porque, he querido volver a buscarla. Seguro de que sigue allí atrapada en un instante.

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